“Tú y yo vamos a follar.”
Eso fue lo primero que me dijo aquella mujer. No la conocía de nada, solo habían mediado miradas entre nosotros. Miradas quizás más largas de la cuenta mientras ella bailaba en la pista de aquella discoteca.
Ante aquella afirmación, casi me atraganté y me dio una tos nerviosa.
—¿Qué has dicho? —le pregunté, gritándole al oído para sobreponerme a la música del local.
Temía haber oído mal. Jamás una chica había sido tan directa conmigo. Ella no respondió. Me tomó de la mano y me arrastró con pasos largos entre el bullicio, directa a la salida.
—¿Es que no me deseas? He visto cómo me mirabas —dijo con una sonrisa pícara.
—Es que no sabía si te había entendido bien —mi voz sonó con menos seguridad de la que me gustaría admitir.
Ella se acercó y se apretó contra mí. Pensé que olía a alcohol, pero no era así. Era un olor indefinible, algo que me recordó a mi profesor de tecnología en cuarto de la ESO, a un químico extraño. Pero aquello no me disuadió. De lejos me había parecido atractiva, pero de cerca su belleza era precisa, afilada, como un bisturí capaz de extirpar mi sentido común en un instante: ojos grandes, oscuros y expresivos, pelo sedoso y negro como la noche, labios carnosos y sedientos que formaban una expresión lasciva. Su sonrisa se cernía sobre mí, dispuesta a devorarme. Me dejé.
Mis brazos la rodearon mientras me perdía en un beso donde ella tuvo todo el control. Un viaje directo al deseo.
Ya en su coche, apenas cruzamos palabras. No parecía interesada en saber nada de mí. No es que me molestara, pero se me hizo extraño.
Vivía en un lugar peculiar, un edificio anexo a una nave industrial. La puerta metálica se abrió cuando nos acercamos, con un pitido y una luz verde.
—¿Eres fan de la domótica? ¿Está automatizado el acceso, verdad? —pregunté.
—Sí, bastante fan —respondió sin mucho interés.
—¿Reconocimiento facial? —insistí.
Ella me agarró del jersey y me empujó al interior. Acabamos besándonos en lo que parecía un ascensor. Ascendimos varios pisos sin mediar palabra.
Sin saber muy bien cómo, ya estábamos en su cama. Se colocó sobre mí y en su mirada creí ver un fulgor, un brillo de fuego insaciable. Puso su mano en mi pecho y me arrancó la ropa con una fuerza desmedida. En ese momento sentí miedo. Me incorporé, dispuesto a detenerla.
—¿Qué estás haciendo? —grité.
—Tú y yo vamos a follar —repitió con una voz rasgada.
Cuando levantó las manos para quitarse la camiseta, me arrastré por la cama intentando escabullirme. Me agarró por los tobillos y me tiró al suelo. Tras un impacto que me dejó sin respiración, la vi. Bajo la camiseta no había carne ni hueso, sino cables, plástico y silicona. Su mirada, más depravada que nunca, brillaba con una chispa eléctrica.
Aquello no era una mujer. Era una máquina.
—Vamos a follar. Voy a sentirte dentro de mí y vas a darme un bebé —dijo con una cadencia que rozaba la locura.
—¡¿Qué?! —exclamé, arrastrándome a un rincón—. Eso no tiene sentido…
Ignoró mis palabras y avanzó hacia mí. Desesperado, vi un jarrón con flores en la mesita. Le lancé el agua, esperando provocar un cortocircuito.
—Eres idiota —dijo, enfadada y empapada—. ¿Crees que no soy resistente al agua?
Entonces le di con el jarrón. Lo hice con tanta fuerza que el crujido resonó por toda la habitación. Los trozos de cerámica volaron y ella se desplomó con medio cráneo metálico expuesto, sus ojos parpadeando erráticamente.
Desde aquel día tengo claras dos cosas.
La primera es que debo desconfiar de quien me ofrece sexo de primeras.
La segunda es que no hay nada más peligroso que las emociones humanas… salvo cuando una máquina las hace suyas.