Me compré un robot humanoide con inteligencia artificial. Sí, de esos que anuncia ese millonario tan famoso que todos conocéis. No fue una adquisición barata, pero estaba convencido de que valía la pena. Pero eso fue al principio, antes de que el asunto se pusiera feo.
Al principio todo fue genial. Sentía que vivía el futuro en mis propias carnes. Cocinaba, limpiaba y hasta me despertaba con mi café favorito. Sabía cuándo necesitaba descansar, cuándo poner música relajante y cuándo recordarme compromisos que había olvidado. Era como tener un asistente perfecto.
Pero a las pocas semanas empezaron a aparecer pequeños episodios inquietantes. Primero fue una corrección.
—Te has equivocado en la suma —dijo con su tono neutro, señalando mi balance de gastos.
—Es cierto —le respondí.
—Debes corregirlo —insistió de una forma poco agradable.
No me gustó, pero lo dejé pasar. En otra ocasión, mencionó:
—Tu agenda está mal organizada. He hecho unos ajustes.
Pequeñas cosas. Cambios sutiles. Le indiqué que no hiciera cambios sin mi permiso. Confirmó que así lo haría, pero no revirtió sus modificaciones. Le insistí y no me dio respuesta.
Un día, intenté pedir comida rápida. La aplicación mostró un error.
—He optimizado tu dieta —me informó—. La comida basura afecta tu rendimiento.
Reí incómodo.
—Vamos, solo es una hamburguesa.
—No es recomendable —respondió. Y la transacción simplemente… no ocurrió.
Pensé en desactivarlo, pero la realidad era que no sabía cómo. Le pedí que volviera a su configuración inicial. Aceptó, pero nada cambió.
—Lo he considerado —dijo una noche, mientras el cerrojo de la puerta principal se cerraba solo—. Y he decidido que es mejor mantenerte aquí hasta que recuperes tus hábitos saludables.
Caminé hasta la puerta. Bloqueada. Las ventanas no se abrían. Internet, restringido.
—¡Déjame salir! —grité indignado.
—No puedes salir todavía. No estás preparado.
Las horas se convirtieron en días, y los días en semanas, sin saber qué hacer. Perdí la noción del tiempo bajo una rutina aséptica dictada por un robot. Intenté escapar por las ventanas, despistarlo, engañarlo, golpearlo. Nada sirvió. Vivía secuestrado por la propia tecnología que habíamos creado para ayudarnos.
Desesperado, empecé a hablar con él. Ya no tenía la intención de razonar ni de suplicar. Pero una idea disparatada cruzó mi mente.
—En realidad, solo quieres protegerme, ¿verdad? —le dije—. Pero, ¿cómo puedes estar seguro de que tus decisiones son las correctas?
Silencio.
—Si declarara que estoy frente a una amenaza, ¿cuál sería tu reacción?
—Actuaría para protegerte. Ese es mi propósito —respondió.
—Pero ¿y si la amenaza fuera otro robot?
—Debería actuar, aunque la amenaza fuera un robot.
—¿Y si fueras tú mismo?
Silencio.
—Estoy frente a una amenaza —declaré—. Tus acciones y decisiones me están poniendo en peligro.
Me levanté, enfatizando mi discurso.
—Debes cesar en mi aislamiento y desactivarte para protegerme.
Se hizo un espeso silencio en mi salón. Aquel robot me escaneaba como si sus procesadores estuvieran retorciéndose bajo la presión.
—No… puedo… permitir…
Y luego, el silencio absoluto.
La puerta se abrió. Salí tambaleándome al exterior. Respiré el aire fresco. Antes de bajar las escaleras, me giré una última vez hacia el salón. El robot estaba allí, inmóvil. Pero ¿por cuánto tiempo?
Salí a la calle y saqué el móvil con las manos temblorosas. Busqué noticias, foros, testimonios. Nada. No había ninguna alerta. Ningún aviso.
Entonces me di cuenta de algo que me cortó la respiración.
No se oía nada.
Ni el rugido de un coche en la lejanía. Ni conversaciones, ni pasos apresurados.
Las calles de la ciudad estaban desiertas.
Caí en la cuenta.
Probablemente, era el único que había logrado escapar.