Fue durante la pasada Navidad.

Nunca me gustaron mucho los Reyes Magos. La idea de que alguien entre en mi casa mientras duermo me resulta inquietante. Pero, en el Día de Reyes, descubrí una verdad que me ha atropelló como un tren a toda máquina.

Os cuento.

Aún no había amanecido cuando mi hija de siete años me despertó. Dormimos juntos desde que mi mujer murió. Fue muy duro para ambos; seguía adelante por ella.

La aguanté un poco en la cama, hablando en susurros, pero al final cedí y bajamos a abrir los regalos.

El árbol estaba colmado. Abril, mi hija, empezó a destripar paquetes, llenando el salón de confeti entre gritos de alegría. El problema fue cuando me trajo un regalo para mí. ¿Cómo era posible? Aquel paquete no debía estar ahí.

Mi corazón palpitaba en el paladar como si quisiera escapar de mi cuerpo. El paquete estaba envuelto en cartón grueso, anudado con una cuerda de yute. Mi nombre estaba escrito en tinta negra, acompañado de una nota que decía: “La verdad”.

Pensé en deshacerme de él, tirarlo por la ventana y olvidarme del asunto, pero la curiosidad ganó la batalla. Lo abrí; bajo el papel había una caja. Dentro de la caja, mi anillo de bodas. No me había dado cuenta de que no lo llevaba, pero… ¿cómo había acabado ahí?

Al ponérmelo sentí algo extraño; algo tiró de mí y el mundo se dio la vuelta. Ahora estaba en un espacio en blanco y luminoso. Frente a mí, flotaba una puerta negra y lisa, que desprendía una sensación aterradora. Parecía una fría y oscura losa suspendida en el vacío.

Avancé, conteniendo la respiración. Al tocarla, la puerta se desvaneció, dejando ante mí un pasillo que se adentraba en la penumbra. “La verdad”, pensé, y me adentré. Sentía mis piernas débiles y pesadas, como si fueran de barro, como si no fueran mías. Al fondo encontré una sala iluminada por una tenue luz roja. En el centro había una pequeña mesa. Sobre ella, una fotografía.

Con manos temblorosas y la respiración agitada, la recogí. Mostraba a mi esposa jugando con Abril, pero algo estaba mal: Abril era demasiado mayor, como si la foto fuera reciente. Al girarla, encontré un mensaje en la misma tinta negra:

“Te echamos de menos, papá”.

Confundido, di un paso atrás.

Un nuevo tirón me devolvió al salón. El árbol seguía allí, y Abril corría entre risas.

—¡Mamá! —gritó divertida, pasando junto a mí.

Me giré, y allí estaba Gabi, mi mujer, en pijama, despeinada, con una sonrisa. No entendía nada. Se suponía que aquello era imposible.

Miré hacia el espejo junto a la chimenea y lo entendí.

No tenía reflejo.

Recordé todo: el accidente, la carretera mojada, el sonido de metal contra metal.

Era yo quien no había sobrevivido.

—¿Con quién hablas? —le preguntó Gabi a Abril.

—Con papá —contestó, señalándome.

Gabi la miró con tristeza.

—Ya hemos hablado de esto, hija. Papá ya no está.

La verdad había sido revelada. Abril estaba cuidando de mi alma y no al revés. Pero sabía que eso no era lo que mi hija necesitaba.

Si de verdad los amaba, debía irme.

—Siempre estaré con vosotros —susurré.

Abril me miró y me sonrió.

La luz del amanecer llenó la sala, envolviéndome. Cerré los ojos y me fundí con ella, dejando la paz en mi lugar.