Clara estaba poniendo la mesa cuando la puerta se abrió con violencia.
Se asomó al pasillo, extrañada. No era raro que su marido llegara a esa hora, pero sí la forma en que lo había hecho: había forcejeado con el cerrojo, empujado la puerta de golpe y la había cerrado tras de sí con más fuerza de la necesaria.
Podría haber pensado que era por la tormenta que azotaba las calles, o quizá por un mal día en el trabajo. Pero lo encontró mirando por la mirilla, inmóvil, mientras su chaqueta chorreaba sobre las baldosas y formaba un charco a sus pies.
—¿Qué ocurre? —preguntó Clara, con el rostro lleno de preocupación.
Omar dio un leve respingo antes de girarse, forzando una sonrisa.
—Nada, nada… cariño…
Se alejó de la puerta, pero solo para dirigirse directamente a la ventana del salón. Caminaba con pasos largos y rápidos.
Era un hombre corpulento. Durante años había sido el más grande allá donde iba. Y también el más inteligente. Ahora, con más de cincuenta años y una juventud cada vez más alta y feroz, solo le quedaba seguir siendo el más listo.
Y el problema de que todos sepan que eres el más inteligente… es que, cuando te pones nervioso, pones nerviosos a los demás.
—Omar, me estás asustando —dijo Clara, con un leve temblor en la voz.
Omar apagó la luz del salón antes de retirar apenas unos centímetros la cortina. Se apartó hacia atrás un par de zancadas y buscó el ángulo adecuado. Observó en silencio.
—¡Omar! —insistió Clara—. ¡Dime algo!
—¡Cállate un momento! —contestó tajante, sin apartar la vista del exterior.
Aquella noche no había nadie en las calles de la avenida residencial. No era de extrañar, dada la avanzada hora y la forma en que el cielo caía sobre la tierra con toda su violencia. El viento doblaba las ramas de los cipreses del jardín de Gabriel, el vecino de enfrente. Las luces de las farolas eran un borrón tras las capas de agua que se precipitaban sobre el asfalto. Una chapa metálica, desprendida de algún cobertizo, cruzó la calle y quedó apoyada en un BMW gris aparcado en la esquina. No parecía haber nadie ahí fuera.
Omar revisó varias ventanas más de la planta baja, mientras su esposa lo seguía con un nudo en la garganta. Cuando se aseguró de que todo parecía en orden, se dejó caer con un suspiro en la silla del comedor, frente a los cubiertos que Clara había dispuesto para él. Hundió la mirada en su plato vacío y se quedó así por unos segundos, mientras ella tomaba asiento al otro lado, con todos los músculos contraídos.
—¿Qué está pasando? —preguntó de nuevo.
Omar levantó la vista, aún sin llegar a mirarla del todo. Luego reaccionó.
—Sí, lo entiendo. Te has asustado. Es… esta tormenta. Creí oír un grito al entrar y pensé que alguien estaba en peligro ahí fuera. Pero debió de ser el viento. No hay nadie.
Clara ladeó la cabeza, incrédula.
—Puede que para algunas cosas seas muy listo, pero desde luego mentir no es lo tuyo. Si no quieres decírmelo, no lo hagas. Pero no me digas gilipolleces.
La mujer, de melena negra ya salpicada de canas y mirada afilada, se levantó de golpe, casi volcando la silla.
—Clara, yo… no puedo…
—Sí, tu maldito trabajo y su secretismo. No me sueltes otra vez lo de la confidencialidad, o te juro que… —Clara reprimió un puño en el aire—. Solo dime si estamos a salvo. Solo quiero saber eso.
Omar se levantó y se acercó a su mujer. Le tomó el rostro con unas manos que parecían enormes comparadas con su menudez. Le besó la frente con ternura antes de hablar.
—Por supuesto que estamos a salvo. Si alguna vez tú o Sara estáis en peligro, te aseguro que no habrá contrato ni confidencialidad que valga.
Clara cerró los ojos, resignada. Quería a su marido, no por ser un referente en el campo de la neurología y la psiquiatría, ni por los premios y galardones que acumulaba. Lo amaba por el buen hombre que, poco a poco, había quedado sepultado bajo una gruesa capa de estrés laboral. Hacía dos años que había empezado a trabajar en un nuevo proyecto. No sabía de qué se trataba ni para quién, y la verdad, tampoco le importaba. Solo quería que se acabara, para recuperar lo que quedara de aquel hombre al que tanto amaba. Se había prometido que esperaría hasta entonces para valorar si aún podían seguir juntos.
Omar la abrazó, luego volvió su mirada hacia las escaleras y se quedó pensativo.
—Ahora vengo. Voy a cambiarme, estoy empapado.
—De acuerdo. No tardes. Voy sirviendo la cena.
Subió acompañado del chirrido de la madera de los escalones, dejando atrás el zumbido del microondas. Se desplazó por el pasillo sin encender la luz, hasta una puerta entornada. La abrió con cuidado.
La habitación de su hija Sara, iluminada por una lámpara de sal, estaba tan desordenada como cabía esperar en una joven de dieciséis años. Dormía acurrucada bajo ese edredón de perritos que tenía desde los trece. Omar se sentó en la cama y suspiró antes de acariciarle el pelo.
—¿Papá? —susurró, medio dormida, sin abrir los ojos.
—Sí, hija, soy yo. Descansa.
—Ya lo hacía… hasta que viniste a despertarme —bromeó.
Omar sonrió y la arropó con cuidado. Su relación con Sara era la envidia de todos sus amigos con hijos adolescentes. Muchos le preguntaban cómo lo hacía. Él solía bromear diciendo que apenas estaba por casa. Y aunque era cierto que pasaba demasiadas horas fuera por trabajo, siempre encontraba momentos para alimentar el vínculo con su hija, su mayor tesoro.
Se levantó y fue hasta la mesita de noche. Apagó la lámpara con un sonoro clic. La tenue luz restante entraba por la ventana. Se acercó para correr las cortinas. Afuera, la tormenta seguía desatada. El agua corría y se acumulaba por todas partes, mientras el viento azotaba con furia.
Entonces lo vio.
Un hombre, en medio de la tormenta, al otro lado de la calle. Lo observaba directa y abiertamente, sin esconderse. Iba encapuchado. En la mano llevaba una vieja mochila de deporte que parecía pesar más de lo que debía. Pero no más que su mirada. Una mirada que no se despegó de Omar hasta que se aseguró de que había sido visto.
Solo entonces, cuando la respiración de Omar Lagos se bloqueó por el temor, el desconocido se dio la vuelta y se marchó lentamente, arrastrando una visible cojera.