Mi idea era vivir un año entero viajando. Tengo la suerte de tener un hermoso dúplex en el centro de mi ciudad. El alquiler iba a ser mi manutención, así que me dispuse a buscar inquilinos.
No me fío de las inmobiliarias, de hecho, detesto todo tipo de intermediarios: agencias de viajes, distribuidoras, corredores de seguros… Sin embargo, esta vez me arrepiento de no haber pasado este marrón a otros.
Hice unas buenas fotos, una buena descripción y puse el anuncio en Internet. A los pocos días, y tras lidiar con algunos pesados que solo buscaban marearme, se presentó el primer candidato serio. Al principio, todo parecía perfecto.
Llegó puntual, vestido de manera sencilla pero impecable. Su nombre era Daniel. Parecía un hombre tranquilo, de unos 40 años, con una sonrisa amable y una forma de hablar que transmitía confianza., Tras enseñarle el dúplex, charlamos un rato en la sala de estar. Me contó que trabajaba como freelance en diseño gráfico, y que buscaba un lugar céntrico y acogedor donde establecerse por un tiempo.
Todo parecía encajar. Le hice saber las condiciones y él no dudó en aceptarlas. Pagó el depósito de inmediato, en efectivo, algo que me pareció un poco raro, pero lo atribuí a su profesión. Daniel se mudó dos días después.
Los primeros meses transcurrieron sin problemas. Yo planificaba mi viaje y él pagaba puntualmente. Hasta que, en medio de mi aventura por el sudeste asiático, recibí un correo electrónico de un vecino:
“¿Sabías que tu inquilino está subarrendando el dúplex como un hotel? Hay gente entrando y saliendo a todas horas.”
Me adjuntó varias fotografías de distintos hombres entrando en mi piso.
Algo no cuadraba. Intenté contactar con Daniel, pero sus respuestas eran breves y evasivas. Mi intuición me empujó a volver antes de lo previsto.
Cuando llegué, fui directo a mi piso dispuesto a hablar con Daniel. Llamé al timbre. Una vez, dos veces, tres veces… Nadie contestó. Me puse nervioso y, a pesar de que sabía que estaba violando el contrato, saqué las llaves dispuesto a entrar. Pero algo iba mal: había cambiado la cerradura.
Sin pensarlo mucho, toqué el timbre de mi vecino, el del email.
—Yo siempre veo caras distintas —me confirmó.
—Ha cambiado la cerradura —le informé.
—Siempre puedes saltar desde mi balcón al suyo. Con suerte no tiene la corredera cerrada —me propuso con una sonrisa pícara.
La corredera cedió, deslizándose lentamente. Cuando puse un pie dentro, sentí un temblor en los labios. Todo parecía estar igual que siempre, pero entonces noté algo extraño: la habitación auxiliar tenía una cerradura que jamás había estado ahí.
Forcé la cerradura. Sí, había llegado hasta ahí y ya no podía parar.
Lo que encontré dentro me desconcertó. Había ropa de diferentes tallas y estilos, pelucas, gafas, prótesis faciales y todo tipo de maquillajes. Sobre una mesa, documentos falsificados: pasaportes, carnés de identidad y fotos de distintas personas. ¿O eran todas de Daniel? ¿Pero por qué? Entonces lo vi, y todo encajó.
En la pared, una pizarra blanca contenía nombres, fotos y fechas. Algunos estaban tachados. Otros, aún pendientes.
Mi mente se aceleró, atando cabos. Daniel no era diseñador gráfico. Daniel probablemente no era ni siquiera Daniel. El frío metal en mi nuca me confirmó de la peor forma mi sospecha. Daniel era un sicario.
Me giré lentamente. Él estaba ahí, con una pistola con silenciador en la mano. Pero no era el mismo hombre que había conocido. Vestía un traje oscuro impecable y tenía el rostro inexpresivo.
—No deberías meterte en la vida de tus inquilinos —sentenció.
Un chasquido puso fin a mi vida, mientras me arrepentía de no haber contratado a una inmobiliaria.