Todo empezó con un WhatsApp. “Nos vemos donde siempre. Trae ropa de senderismo. Hay algo que tienes que ver.”
Era Víctor, mi mejor amigo de la infancia, con quien apenas había hablado en los últimos años. ¿Dónde siempre? Me llevó un momento recordarlo: el viejo parque de los molinos, donde solíamos escaparnos cuando éramos críos.
Acepté. No solo por curiosidad. En la infancia habíamos sido muy competitivos. Las chicas, las notas, los deportes… cualquier cosa era motivo para medirnos. Con el tiempo, la vida nos fue distanciando, y pasamos a ser de esos contactos que solo cruzan felicitaciones en fechas señaladas. La verdad, me apetecía ver la cara que se le quedaba ahora que era un empresario exitoso.
El fin de semana me planté allí, con botas nuevas y mochila a juego, aunque sin saber qué esperar. Víctor llegó puntual, con una sonrisa nerviosa.
—No me tomes por loco, pero encontré algo increíble en una excursión. Tienes que verlo por ti mismo.
No me dio más detalles, y yo no insistí. Intenté varias veces entablar conversación, pero él estaba centrado en el recorrido, avanzando a un ritmo que me aceleraba la respiración.
Caminamos durante horas por senderos cada vez más escondidos, hasta llegar a una zona que no recordaba que existiera.
—¿Cuándo metieron esto aquí? —pregunté, al ver una reja oxidada que cerraba el paso a un camino cubierto de maleza.
—¿No lo recuerdas? Siempre estuvo aquí, pero jamás la cruzamos. Hasta ahora.
Víctor sacó unas ganzúas y, tras un esfuerzo, logró abrir el candado oxidado.
Al otro lado, el paisaje era distinto, como si hubiéramos cruzado a otro mundo. Los árboles parecían más viejos, más densos. Avanzamos en silencio hasta que lo vi: un estanque natural de agua cristalina. No sé si era el brillo o el color del agua, o el silencio que lo embargaba, pero aquel lugar tenía algo que no encajaba.
—Lo mejor está por aquí —dijo Víctor, llevándome hasta una gran piedra con inscripciones grabadas.
—“Bebe y vive sin pagar el precio” —leí en voz alta—. Pero ¿qué clase de tontería es esta?
—No lo entiendes. “Bebe y vive”… la fuente de la vida eterna —susurró, y se acercó a la orilla.
—Espera, espera. ¿Qué estás haciendo? ¿Y si la palmas o te pasa algo chungo? Podrían haberla envenenado.
—Bueno, para eso estás aquí. Yo bebo y tú vigilas que todo vaya bien. Solo eso.
—Ni hablar —contesté, casi sin pensar—. No pienso ser el que espera.
—Vamos, no seas idiota. Ya no somos críos.
—Yo fui quien recuperó el balón de la casa de la señora Francisca. Si alguien tiene que beber esa mierda primero, soy yo.
Sin pensarlo mucho, avancé hacia el agua. Victor me agarró con más fuerza de la esperada del brazo, pero me liberé y seguí mi camino.
Al inclinarme para beber, un temblor leve recorrió el suelo. El agua, hasta ahora tranquila, se agitó y empezó a emitir un leve resplandor azulado. Algo comenzó a emerger desde las profundidades. Me eché hacia atrás de un salto, mientras una figura se levantaba del agua.
Era humanoide, pero su piel parecía cubierta de escamas translúcidas, y sus ojos brillaban como dos estrellas en la noche.
—¡¿Qué demonios es eso?! —exclamé, con la voz rota por el miedo.
La criatura se quedó de pie en el centro del estanque, observándonos con calma. Luego habló, pero no con palabras. Su voz se proyectaba directamente en nuestras mentes:
—Uno será reclamado.
Víctor, pálido como un cadáver, con cara de culpabilidad, empezó a retroceder.
—¿Qué mierda es todo esto, Víctor? —grité, sintiendo el pánico en el pecho.
No lo oí, pero me pareció leer un “lo siento” en sus labios.
—Uno será reclamado y ocupará mi lugar. Solo el primero que beba podrá irse.
Aquellas palabras crearon un instante eterno. El mero concepto del tiempo pareció perder el sentido. Con los ojos afilados por la determinación, miré a Víctor. Nuestras miradas, cargadas de significado, se enredaron mientras ambos procesábamos lo que ocurría. Lo conocía. Sabía que haría cualquier cosa por sobrevivir.
Todo pasó muy rápido. Lo vi mirar el agua y luego lanzarse a correr. Corrí en su dirección y me tiré a su cintura, derribándolo y situándome sobre él. Forcejeaba, pero mi peso y volumen jugaban a mi favor. Intenté inmovilizarlo.
—Espera, vámonos, olvidemos el asunto y volvamos a casa —le dije mientras lo reducía.
—Ya lo has oído. No nos dejará irnos a menos que uno tome su lugar —Víctor luchaba por liberarse con todas sus fuerzas.
Le puse el brazo sobre el cuello. Víctor gritó, me agarró la cara clavándome la uña justo bajo el ojo. Retrocedí por el dolor y él se levantó. Llevaba algo en la mano.
—Espera, espera —le dije, viendo la roca que sujetaba.
—El señor millonetis tiene miedo ahora… —dijo con una voz afilada—. Serás tú y no yo —gritó.
Agarré un puñado de arena y se lo tiré a la cara. Sirvió para despistarlo. Luego corrí hacia él y me tiré encima con el propósito de quitarle la piedra. Ambos caímos y rodamos por el suelo.
—Bebamos a la vez —le propuse mientras me incorporaba.
Pero él no se levantó. Yacía inmóvil, mientras la sangre se esparcía como una lona oscura y pegajosa bajo su cráneo. Se había golpeado con una piedra en la cabeza.
Asustado, me alejé del cuerpo, cayendo de culo sobre la arena. La figura en el lago me miraba sin una gota de emoción.
Me apresuré a cuatro patas hacia la orilla. Iba a beber cuando aquella voz sonó de nuevo en mi cabeza:
—Uno será reclamado.
—¡Pero si ya lo tienes! ¡He hecho lo que querías! —grité, desesperado.
—Un alma viva será reclamada. La cobraré ahora o me traerás una. Y el primero que beba se salvará.
Y entonces lo entendí todo.