Ella me apareció en una aplicación para encontrar pareja y, pese a que le envié un mensaje, pensé que jamás me respondería.
No es que yo tuviera un mal perfil: boxeador semiprofesional, buen físico, disciplinado… Pero ella jugaba en otra liga. No era solo por su belleza, que tampoco le faltaba, es que era famosa, famosa de verdad.
Empresaria de éxito, creadora de varias marcas importantes, cientos de miles de seguidores en sus redes, alto poder adquisitivo… Disponía de una vida envidiada por el 99% de la población. Y allí estaba, Samanta Nieto Rey, como una persona más, buscando pareja en una web bastante cutre.
Por eso, cuando empezamos a hablar, sospeché. Tenía que ser un perfil falso, era la única explicación posible. Así que le pedí hacer una videollamada.
Cuando la vi aparecer en mi pantalla, me quedé sin palabras. Literalmente, parecía que había olvidado cómo articular frases comprensibles.
—Estaba deseando conocerte en persona —me dijo ella con una amplia y deslumbrante sonrisa.
—Yo… a… tampoco… ¡bien! ¡también! A ti yo —balbuceé.
Ella rió suavemente, restándole importancia.
—Yo, aunque no lo parezca, también estoy nerviosa.
Todo era tan surrealista que temía que solo fuera un sueño.
Quedamos para el fin de semana en un restaurante que ella me indicó. Yo quise encargarme de elegir el lugar, pero me explicó que necesitaba un sitio íntimo donde no la reconocieran.
Tras días de nervios, acudí a la cita. El restaurante era elegante y privado, diseñado para gente que prefiere pasar desapercibida. Llegué con anticipación, pero allí estaba ella, sentada en el comedor. Hasta el último momento pensé que todo sería una broma macabra o que me la habían colado con IA. Pero cuando alzó sus ojos azules y me sonrió, me sentí el hombre más afortunado del mundo.
—Llegas pronto —dijo con una simpatía natural.
—Sí —acerté a decir.
Había estado pensando en qué cosas decirle durante noches enteras, pero las palabras no salían por mis labios.
—Cuando vi tu perfil, supe que eras especial —dijo ella.
—Bueno, mis fotos son bastante malas —respondí con una sonrisa nerviosa.
—No, no es por tu aspecto —interrumpió, con una seriedad que me cortó un poco—. Eres deportista, ¿verdad?
—Sí, soy boxeador —contesté, inclinándome sobre la mesa, intentando parecer más seguro.
—Debe ser duro: tantas horas de gimnasio, dietas estrictas… —comentó, arqueando una ceja con interés.
—Bueno, sí. Hay que medirlo todo si quiero llegar a enfrentarme a los grandes.
Ella jugueteó con el borde de su copa vacía antes de añadir:
—Nada de drogas, supongo. ¿Eso lo controlan, no?
La pregunta me incomodó, aunque intenté disimular.
—¿El camarero no va a venir? —pregunté, mirando alrededor.
—Tranquilo, ya he pedido. Enseguida llega la cena —dijo, sonriendo de forma más atrevida—. Entonces, ¿te drogas?
—No, los controles en los campeonatos son rigurosos, así que… —comencé a explicar.
—¡Perfecto! —interrumpió con una exclamación que me hizo estremecer.
En ese momento, el camarero llegó con una fuente tapada de brillante porcelana blanca. La puso frente a mí y abrió la tapa.
Estaba vacía.
—No lo entiendo… —empecé a decir, pero ella ya no estaba en su silla.
Sentí sus manos firmes agarrándome la cabeza desde atrás, con una fuerza sobrenatural. Un segundo después, sus colmillos perforaron mi piel, y sentí cómo desgarraba carne y tendones mientras un grito ahogado se escapaba de mi garganta. Mi sangre… mi preciada sangre, junto con mi vida, comenzó a verterse, espesa y caliente, sobre la blanca y brillante porcelana.