Después de lo que ha pasado, no volveré a viajar en mi vida.
Llevábamos un año entero ahorrando. El año anterior habíamos estado en Japón y había sido una experiencia inolvidable. Este año, con un presupuesto mucho más ajustado, pasé semanas rastreando portales de ofertas en busca de una oportunidad que valiera la pena. Entonces, me topé con un Airbnb de locura: una mansión exquisita, con piscina, amplios salones, cine, gimnasio… y todo por la mitad de precio que cualquier otro alojamiento similar.
Al principio pensé que debía de ser un error o una broma. Pero tras revisar las fotos una y otra vez, lo único extraño, además del precio, era que solo se podía reservar para aquel mismo fin de semana. No eran las vacaciones que habíamos imaginado, pero mi mujer y yo estuvimos de acuerdo en que dejar pasar semejante oportunidad sería de necios.
La mañana antes de partir, recibí una notificación: la reserva había sido cancelada. Maldije en voz baja y le conté a mi mujer lo ocurrido. Al menos habían reembolsado el importe íntegro. Estábamos resignados a cambiar de planes cuando me llegó un mensaje del propietario.
«No sé qué ha pasado con la plataforma, pero no se preocupen. La casa sigue disponible y, como compensación, pueden quedarse sin pagar nada. No quiero arruinarles el fin de semana.»
Me pareció un gesto increíblemente amable. Mi mujer dudó, pero la convencí de que era una oportunidad única.
Llegamos a la mansión al mediodía. La realidad superaba con creces las fotos, parecía sacada de una revista de ensueño. La decoración, la iluminación, los baños, la pequeña cascada en la piscina… cada pequeño detalle era una sorpresa. Sin embargo, había algo extraño en la estructura de la casa que me sorprendió.
Las puertas eran gruesas y estaban reforzadas con dobles cerrojos metálicos. Las ventanas tenían persianas eléctricas de láminas metálicas. Incluso la despensa tenía un sistema de cierre con código numérico. Aquella casa parecía una caja fuerte en sí misma.
—Los ricos y sus miedos —comenté, y mi mujer se rió.
La tarde transcurrió perfecta. Sol, piscina, vino caro… Nos reíamos del golpe de suerte. No era Japón, pero tampoco estaba nada mal.
La cena la preparamos en la cocina abierta, con vistas a un jardín lleno de flores que no conocía. Charlamos, brindamos, nos besamos… y cuando parecía que la cosa pasaría a mayores, oímos un ruido.
Era un sonido profundo, hondo. No un ruido mecánico ni el crujir de la madera. Algo vivo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó mi mujer, recolocando el tirante de su camiseta.
Escuchamos en silencio, tensos. Nada. Nos miramos y reímos nerviosos. Probablemente el viento, el sistema de ventilación, la caldera… las posibilidades eran muchas. Pero cuando me levanté a por otra botella, sentí una vibración mínima bajo los pies.
Como si algo se moviera bajo el suelo.
Había bebido y fue tan sutil que no me atreví a decir nada.
A la medianoche todo empeoró.
Un zumbido eléctrico me despertó. Un golpe sordo, seguido de otro y otro. Me levanté y fui al pasillo.
Las persianas se habían bajado solas.
El sonido se extendió al piso de abajo. Bajé las escaleras y pude ver cómo, de forma sincronizada, las ventanas quedaban completamente selladas.
—¿Qué pasa? —preguntó mi mujer desde el piso de arriba.
—Hay un cierre programado en la domótica o algo parecido —indiqué, algo confuso.
Intenté abrir la puerta principal. Bloqueada.
—Mierda —exclamé—. Estamos encerrados.
Mi mujer bajó alarmada intentando abrir otras puertas sin éxito. Fui a buscar mi móvil para contactar con el dueño.
“Sin señal” figuraba en la pantalla.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó mi mujer, con los ojos cargados de miedo.
No tuve que responder. La televisión se encendió sola. En la pantalla no había imágenes, solo un vídeo en directo de nosotros mismos.
Nos estaban observando.
—¿Pero qué mierda…? —Cogí el mando, apreté botones, nada funcionaba.
La imagen cambió sola. Un hombre apareció en la pantalla. No estaba en directo. Era una grabación. Se veía agotado, con las mejillas hundidas y el pelo revuelto. Miró a la cámara y empezó a hablar.
—Si estáis viendo esto, significa que he vuelto a hacerlo. Lo siento mucho, pero no tengo elección.
—¿Quién coño es este tipo? —susurró mi mujer.
—Os aseguro que no es nada personal. Es todo culpa mía. Hice cosas terribles, investigaciones prohibidas que me llevaron a lugares muy oscuros.
Los ojos de aquel hombre estaban vacíos, como si ya hubiera aceptado su condena.
—Mi creación más horrenda está bajo esta casa —continuó—. Y debo alimentarla al menos una vez al año. Las consecuencias de no hacerlo serían devastadoras para toda la humanidad.
Mi lengua se secó. A mi lado, mi mujer intentaba contener un sollozo, pero el miedo le rompía la voz.
—Espero que puedan perdonarme. No intenten salir. No intenten esconderse. No intenten luchar. No sirve de nada.
La pantalla se apagó.
Y en ese momento, el suelo tembló.
Supe que era el sonido de una gran escotilla abriéndose.
Bajo nosotros, algo se estaba despertando.
Entonces lo supe: después de lo que ha pasado, no volveré a viajar en mi vida.