El otro día me pasó algo muy extraño en el supermercado.
No soy de los que se fijan demasiado en la gente cuando hago la compra. Voy a lo mío, elijo rápido lo que necesito y pago sin entretenerme. Pero esta vez fue distinto. Apenas entré, sentí que alguien me observaba.
Primero pensé que era casualidad. Todos miramos de reojo a los demás sin querer, ¿no? Pero cada vez que giraba un pasillo, allí estaba: una mujer mayor, con el cabello blanco recogido en un moño apretado, vestida con ropas gastadas. No tenía carro ni cesta. Solo estaba de pie, inmóvil, mirándome directamente.
Intenté ignorarla. Seguí mi camino, cogí la leche, el pan, un paquete de café. Pero cuando doblé la esquina para ir a la caja, la vi otra vez, más cerca. Su expresión era neutra, casi vacía, pero sus ojos tenían algo… No sé explicarlo. Una intensidad inquietante.
Aceleré el paso y pasé de largo. Escaneé mis productos en la caja automática, tratando de no girarme, pero no pude evitarlo. Allí estaba, justo detrás de mí. La garganta se me secó. No había escuchado sus pasos. No la había visto moverse.
Cuando terminé de pagar, salí a toda prisa. El aire frío de la calle me golpeó en la cara, y solté un suspiro de alivio. Me repetí que estaba imaginando cosas, que solo era una anciana rara, nada más.
Pero mientras guardaba las bolsas en el coche, sentí un escalofrío. Alcé la vista y ahí estaba de nuevo. No en la puerta del supermercado. No en la acera. Sino en el asiento del copiloto.
Di un paso atrás, paralizado. Entonces habló:
—Sube y conduce, Alan.
La seriedad de su tono me hizo obedecer sin pensar. Me senté en mi asiento con la sensación de estar junto a un fantasma. La miré de reojo. Me hizo un leve gesto con la cabeza. Sin saber por qué, arranqué sin rumbo.
—Soy tu hija —dijo sin rodeos—. Vengo de 2085.
—Eso no puede…
—No tiene sentido, lo sé —interrumpió, sin mirarme—. Pero escúchame.
No insistí. No podía. Su expresión seguía imperturbable.
—Hoy es un día clave. El pan que compraste está contaminado. Cualquier derivado de la harina lo está. En unas horas, la gente empezará a enfermar. Esto es solo el principio. Si comes algo con harina, estás perdido.
El sudor frío me recorrió la espalda. Quise soltar una carcajada, decirle que estaba loca, pero su tono era demasiado seguro.
—Para el coche —ordenó.
Frené en seco. Se bajó sin prisa, como si todo estuviera ya decidido. Antes de cerrar la puerta, me miró una última vez.
—No me hagas volver, papá.
—Pero…
—Sí… Yo también te quiero —sentenció.
Luego, simplemente, desapareció entre la multitud. Me quedé allí, con el motor encendido y los nudillos blancos sobre el volante.
—No me llamo Alan… —solté finalmente.
Miré la bolsa en el asiento del copiloto. Y mi mirada se perdió en la barra de pan que asomaba por la abertura.