Cuando caí enfermo no se lo dije a nadie.

Muchos pensaréis que es un acto egoísta. Sin embargo, yo sigo pensando que era lo mejor que podía hacer.

Deja que te cuente mi historia.

Tengo dos hijos. Una maravillosa niña de ocho y un niño increíble de diez años. A cada uno le contaba un cuento diferente cada noche. Me inventaba las tramas, los giros, los monstruos y los finales. A veces felices, a veces tristes, pero siempre bonitos.

Mi mujer decía que debería publicarlos, que eran pura magia. Yo respondía que mi magia era verlos vibrar con cada historia.

La enfermedad vino despacio. Un cansancio extraño, un par de desmayos. Luego las pruebas.

Cuando supe lo que era, sus consecuencias y probabilidades, decidí no tratarme y me prometí una cosa: que, hasta el final, mis hijos y mi mujer seguirían durmiendo tranquilos.

Así que seguí como si nada.

Les hacía reír, preparaba desayunos, les contaba cuentos… Pero también me escondía para llorar y guardaba los informes médicos en una caja bajo el colchón.

No quería ver pena en sus ojos. Ni miedo. Ni despedidas. Lo había visto antes y no quería un final así para mí.

El último cuento lo escribí con manos temblorosas. El héroe vencía a la sombra y sembraba un bosque de luz eterna.

Lo leí conteniendo las ganas de llorar. Murieron las palabras en la última página y respiré aliviado. Sentí que, de alguna forma, mi labor se completaba.

Al día siguiente, me fui en silencio, sin hacer ruido.

Mi mujer al principio se enfureció. No la culpé, pero no tardó en encontrar los cuentos en una carpeta azul.

Había uno por cada noche desde que me dieron el diagnóstico.

Los leyó. Aquellos cuentos no eran solo historias, eran una despedida, un mensaje de amor.

Ahora puedo vivir a través de ellos.

A veces los lee con ellos antes de dormir.

A veces los lee sola.

A veces ríe, a veces llora.

Y a veces, cuando la casa calla, los niños juran que escuchan mi voz contándoles un nuevo cuento.

Cuando todos duermen, todavía estoy ahí, inventando mundos solo para ellos.