Como detective de homicidios, he visto cosas que preferiría olvidar. Pero nada me tocó tan de cerca como esto.
Todo empezó con una llamada. Era mi compañera Tere:
—Han encontrado un cuerpo en la estación.
Mientras salía de casa, me topé con un paquete en la puerta. No había pedido nada, pero figuraba a mi nombre. Lo metí en casa sin prestarle demasiada atención. Había cosas más urgentes.
La estación estaba vacía a esas horas, salvo por el cuerpo. Era una mujer de mediana edad, bien vestida, impecablemente maquillada, con el tipo de porte que delataba un alto poder adquisitivo. Pero su rostro… Su rostro era de puro terror, con dientes visibles y apretados y una mirada muerta, desorbitada y distante.
—Sin marcas de violencia —dijo Tere, rompiendo el silencio.
Cuando el impacto inicial pasó, algo llamó mi atención. Tenía un objeto entre los dedos de su mano derecha. Me puse los guantes, hice algunas fotos y lo tomé con cuidado: un reloj de pulsera de hombre. Analógico, sencillo, sin marca. Detenido a las 11:47.
—¿Hora estimada de la muerte? —pregunté.
—Entre las once y la una —respondió el forense.
Anoté la coincidencia. Quizá había peleado con su agresor, quizá el reloj se había roto en el forcejeo. Lo archivé como una pista más.
A la mañana siguiente, otra llamada de Tere.
—Otro cuerpo. Esta vez en el parque central.
Allí estaba él: un hombre robusto, de unos cincuenta años. Mismo rostro congelado de terror, misma posición. De nuevo, una correa de cuero sobresalía de una de sus manos. Encontré un reloj idéntico. Exactamente el mismo modelo, parado a la misma hora. A las 11:47.
No podía ser una coincidencia. Sencillamente era imposible. Quizá era el patrón retorcido de un asesino en serie.
Volví a casa tarde, sin respuestas y con el cerebro hecho trizas. Me preparé un café bien cargado, sin azúcar, y me hundí en el sofá tras encender la televisión. El paquete que había encontrado dos días antes seguía en la mesita. Por pura inercia, lo tomé y lo abrí.
Cuando vi el contenido, se me encogieron todos los órganos. Dentro había un reloj. Idéntico a los otros dos. Pero este funcionaba. Las agujas avanzaban con un ritmo pesado, hipnótico.
Sentí que el tiempo se tensaba como la cuerda de un arco.
Me quedé mirándolo, sin aliento.
El segundero se acercaba a las 11:47.
Algo había cambiado en la casa. La televisión se apagó. Se hizo el silencio.
El aire era más denso, como si una presencia la hubiera colmado.
Algo venía a por mí.
A las 11:47 lancé mi última mirada. El negro del televisor apagado me devolvía la imagen de mi rostro. Un rostro arrasado por un terror que me paró el corazón.