Adopté un perro y arruinó mi vida.

Lo encontré una noche de lluvia, acurrucado contra la pared de un callejón. Sin collar, sin identificación… Tenía un ojo azul y otro marrón, y algo en su mirada me hizo sentir que debía llevarlo a casa.

Hay que tener en cuenta que me hallaba en un momento bastante delicado. Semanas atrás, había atropellado a un perro. Se cruzó en mi camino en plena noche; apenas tuve tiempo de reaccionar. Me detuve y bajé del coche, pero no había nada que hacer.

Por eso supongo que mi mujer cedió tan rápido cuando aparecí con aquel perro abandonado en casa. Aceptó a regañadientes, pero con eso me valía.

Lo llamé Dante. Era un perro extraño. No ladraba, no pedía comida, ni siquiera movía la cola de alegría. Simplemente nos observaba. A veces, despertaba en mitad de la noche y lo encontraba junto a la cama, inmóvil, ladeando la cabeza como si escuchara algo que yo no podía oír.

Mi esposa comenzó a tener pesadillas. Murmuraba frases incoherentes en sueños, disolviéndose en jadeos. Una mañana despertó con el rostro pálido y me dijo:

—Dante me habla en mis sueños.

Intenté reírme, pero algo en su mirada me hizo sentir que era cierto.

Las cosas empeoraron. Mi esposa se volvió distante. Apenas me hablaba y se quedaba observando a Dante durante largos minutos, inclinando la cabeza como si le escuchara. Una noche la encontré en el salón, en camisón, sentada en el suelo frente a él. Movía los labios, pero no emitía sonido alguno.

La gota que colmó el vaso fue encontrarla en el baño, rasgándose la piel del antebrazo con un cuchillo de cocina. Se lo arranqué de las manos y ella se derrumbó en llanto. Me dijo que había sido Dante, que se había metido en su cabeza. Y, por alguna razón, la creí.

Si el problema era el perro, acabaría con el problema.

Lo subí al coche y conduje hasta las afueras. Cuando abrí la puerta para que bajara, se quedó inmóvil, mirándome. En aquellos ojos bicolor había algo que me paralizó. Entonces, habló. No con su boca, no con sonidos, pero las palabras golpearon mi mente:

—¿Acaso crees que puedes librarte de mí?

Mi cuerpo se tensó. Un frío denso me recorrió la espalda. Quise moverme, pero no pude.

—No te desharás de mí otra vez.

«¿Cómo que otra vez?»

Entonces, un torrente de imágenes colapsó mi mente. Me vi de nuevo en aquella noche fatídica. La oscuridad de la carretera, los frenos chillando, el golpe seco. Pero esta vez era distinto. Me bajaba del coche y no encontraba un perro, sino a un hombre. Un hombre con el cráneo roto y la mirada perdida. Una mirada que reconocí al instante: un ojo azul y otro marrón.

—¿Creías que podrías engañarte a ti mismo?

Parpadeé y Dante ya no estaba. Frente a mí, sentado en el asiento de copiloto, con el cabello sucio de sangre seca, se erguía aquel hombre con el rostro inexpresivo.

—No puedes escapar de lo que hiciste.