No conocía la zona y mi coche se había averiado en medio de la nada. Con el móvil sin señal, no me quedó otra opción que caminar. Fue entonces cuando vi las casas recortarse en la bruma.
Parecía un pueblo pequeño, con calles estrechas, tejados retorcidos y fachadas que parecían precipitarse hacia los adoquines.
Al principio, me sentí aliviado; podría encontrar ayuda, pero al llegar al centro del pueblo, algo no cuadraba. No había vida. Las calles estaban vacías. No había coches, ni luces, ni siquiera el ruido lejano de un televisor. Solo una espesa niebla que devolvía el eco de mis movimientos.
Carraspeé y grité:
—¡Hola! ¿Hay alguien aquí?
El eco me devolvió las mismas palabras, pero con un matiz distorsionado, ajeno.
—Mi coche no funciona —dije, intentando sonar tranquilo—. Necesito ayuda.
El eco volvió, pero las palabras se arrastraron, se enredaron y cambiaron hasta transformarse en algo más:
—No hay ayuda.
Me detuve en seco. No había nadie a la vista, pero sentí que algo me observaba. Un viento helado recorrió mi espalda y, por un instante, me pareció escuchar risas mezcladas con el eco de mis pasos.
—¿Hay alguien aquí? —pregunté, girándome en todas direcciones.
—¿Qué haces aquí? —repitió el eco, con una voz que no era la mía.
Seguí avanzando, tratando de mantener la calma. Había oido mal, solo eso. En el centro del pueblo encontré una fuente, seca y desgastada, y en las casas de alrededor se notaban años de abandono. Llamé a una puerta, pero no hubo respuesta.
—Necesito ayuda —grité de nuevo, y esta vez la respuesta llegó antes que mi propia voz:
—¡No hay ayuda!
Mi corazón se detuvo un instante. Intenté razonar conmigo mismo: sería el viento o el cansancio. Pero las voces continuaban, como si el eco ya no me necesitara para existir.
—¿Por qué viniste? —pude oír—. No vales nada. No eres nadie. —Las voces me susurraban desde todas partes al mismo tiempo—. Nadie te quiere. Eres malo. No sirves para nada.
—¡Basta! —grité, corriendo hacia el final del pueblo. Pero las calles se alargaban, como si quisieran atraparme, y las casas, con sus fachadas ennegrecidas, parecían inclinarse para devorarme.
—No puedes irte. No vales nada —repitió el eco con un tono burlón—. Ahora eres eco.
—Ahora soy eco —repetí sin ser dueño de mis labios.
El aire se volvió pesado, como si el pueblo contuviera la respiración, y el silencio que siguió resonó más fuerte que cualquier grito. En aquel momento, perdí lo que era y me convertí en una voz en el aire. Un eco que, sin apenas voluntad, repetía palabras distorsionadas a los viajeros perdidos.
Ahora sé que hay palabras que tienen demasiado poder. Palabras que pueden ser un arma si se afilan con maldad. Palabras que dejan una huella imposible de borrar. Palabras que luego viven en nosotros y brotan de nuestros labios como un eco de dolor.
Déjame susurrarte una última advertencia: cuida tus palabras o serás eco.