Ayer tuve una experiencia de lo más siniestra.

Cuando me dirijo al centro de mi ciudad, suelo cruzar por el patio de una fábrica abandonada. La verja está rota desde hace años y muchos aprovechamos el atajo.

Normalmente, si era de noche, no solía entrar. No es que me diera miedo, pero no hay farolas y la oscuridad allí es total.

Ayer, sin embargo, había quedado para cenar con una amiga y llegaba tarde, así que encendí la linterna del móvil y crucé el agujero en la verja.

Empecé a ponerme nervioso cuando mi móvil se apagó de repente. Juraría que tenía más de la mitad de la batería, pero por más que lo intenté, no hubo forma de volver a encenderlo.

Intenté calmarme. Ya había recorrido más de la mitad del camino, en poco más de un minuto estaría en la calle de nuevo. Respiré hondo y seguí adelante, tratando de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad y no acabar cayendo en algún agujero.

Entonces lo noté.

Mi respiración sonaba demasiado fuerte. O quizá era el silencio de la fábrica, que parecía pesar más de lo normal. Solo podía oír mis propios pasos resonando sobre las baldosas del patio. Los ruidos de la ciudad deberían estar allí, de fondo, pero no lograba escuchar nada más que a mí mismo.

Fue entonces cuando vi la luz.

Brillaba en una ventana de las antiguas oficinas.

Era imposible. Aquello llevaba abandonado desde que tenía memoria. Pero la luz no parpadeaba ni se movía, era estable, fija, como la de una bombilla o un fluorescente.

La angustia me pesaba en el pecho. Apreté el paso para salir de allí, pero cuanto más caminaba, más crecía la opresión en mi garganta. Cuando llegué a las puertas por las que solía salir, me detuve en seco.

Estaban completamente cerradas.

Debería haber encontrado poco más que unos hierros oxidados que no encajaban bien, pero ahí estaba la puerta, sólida, intacta, como recién colocada.

El pánico comenzó a apoderarse de mí. Di la vuelta con el estómago encogido y corrí hacia la verja.

Busqué el agujero.

Lo revisé una y otra vez, pasé las manos por la superficie metálica, recorrí cada centímetro de la verja oxidada… pero no estaba.

La verja estaba intacta.

Como si jamás hubiera habido un agujero en ella.

Las lágrimas nublaron mi vista mientras buscaba desesperadamente la forma de trepar. Resbalé en un intento y caí de espaldas. Al incorporarme, mi mirada volvió a la ventana iluminada.

Y esta vez había algo más.

Una silueta.

Oscura. Inmóvil.

Mirándome.

El crujido de la ventana al abrirse rompió el denso silencio.

—¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí? —tronó la voz de un hombre.

Me quedé quieto, conteniendo la respiración, como si no moverme fuera suficiente para que no me viera. Pero la figura en la ventana se giró y desapareció en el interior del edificio.

Estaba seguro.

Venía a por mí.

Me puse de pie de un salto y volví a intentarlo. Trepé desesperadamente por la verja, sintiendo el metal frío mordiéndome las palmas. No sabía quién era ese hombre ni qué hacía allí, pero cada fibra de mi cuerpo me gritaba que no quería averiguarlo.

Cuando estaba a punto de pasar al otro lado, una mano me agarró del tobillo.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

Pateé con todas mis fuerzas, pero el agarre no cedía. El corazón me martilleaba las sienes, la adrenalina me cegaba.

—¡Déjame salir! —grité, la voz quebrada por el pánico.

Tiré con fuerza y mi zapato se deslizó, quedando atrás. Pero yo quedé libre.

El impulso me hizo sobrepasar la verja y caí al otro lado, golpeándome contra los adoquines de la acera.

El impacto fue brutal. Sentí un latigazo en la cabeza, y luego… vacío.

No sé cuánto tiempo pasó.

Cuando abrí los ojos, el agujero en la verja estaba ahí.

Justo donde siempre había estado.

No había luz en la ventana.

Ni silueta.

Pero ahí, al otro lado, en el suelo de la fábrica…

Estaba mi zapato.

Volví a casa, obviamente semidescalzo.

Jamás volvería a cruzar, ni tan solo a pasar por delante, de aquella fábrica abandonada.