Muchos no lo saben, pero la naturaleza es vengativa. Tened cuidado con lo que hacéis. Esto es lo que me pasó a mí.
Vivir en una casa en medio de la nada tiene sus cosas buenas. Te mantiene conectado a la realidad. Pero también tiene sus problemas. Entre otras cosas, es una fuente de trabajo inagotable. Una de las tareas más pesadas es aprovisionarse de leña para calentar el hogar.
Por eso, aquel día me abrigué, tomé la motosierra, la puse en mi remolque, arranqué mi todoterreno y me dirigí al bosque.
Recorrí los caminos a toda velocidad, con el remolque traqueteando tras de mí. El sol estaba bajo y no tenía mucho tiempo.
Tenía un trato con el dueño de un trozo de bosque: podía cortar los árboles marcados, siempre y cuando dejara todo despejado de ramas y respetara los demás árboles.
Arranqué la motosierra y me puse con la tarea. Sin embargo, iba demasiado lento y pronto me quedaría sin luz. Los árboles marcados estaban lejos del acceso, y me suponía demasiado tiempo trasladar los troncos entre la maleza.
Iba a caer la noche y no lograría aprovechar el viaje.
Miré un viejo roble justo al lado de mi remolque. No tenía marca, pero sabía que nadie se daría cuenta si lo cortaba. Un árbol más, un árbol menos…
Las últimas luces del día lamían las copas de los árboles. El rugido de la motosierra rompió la calma mientras mordía la madera de aquel grueso y viejo tronco. El árbol cedió con un chasquido agónico, se inclinó y golpeó el suelo con los gritos de las ramas al partirse.
Entonces, mi motosierra se paró. Intenté arrancarla; necesitaba trocear el árbol antes de que cayera la noche. No hubo forma. Revisé los niveles de gasolina. Todo bien, no era eso.
En ese momento, me di cuenta del extraño silencio que me envolvía. Una sensación inexplicable se apoderó de mí. Era como si el bosque entero callara y me observase. Ni el sonido de los pájaros, ni el viento blandiendo el bosque. Nada.
Tras unos minutos de incomodidad, se desencadenaron una serie de sucesos del todo inexplicables.
Sentí como si la tierra temblara bajo mis pies. Miré al suelo, desconcertado. Primero vi lombrices, miles de ellas, brotando de la tierra y reptando en todas direcciones. Di un paso atrás, con la respiración agitada y el corazón disparado. Luego, otros insectos les acompañaron. Arañas, hormigas, toda clase de gusanos. Los encontré subiendo por mi pantalón. Retrocedí, sacudiendo mi ropa entre quejidos. Insectos voladores empezaron a rondarme, golpeando mi cara, posándose sobre mi pelo. Asustado como nunca en mi vida, solté la motosierra y corrí hasta encerrarme en el coche.
Entonces llegaron las aves. Decenas de ellas, de diferentes especies. Un gran cuervo se posó en el retrovisor, me miró y empezó a picotear el cristal. Con los dedos temblorosos, intenté arrancar el todoterreno, pero el motor sonaba ahogado.
El cuervo no dejaba de picotear el cristal, y otras aves se sumaron a la tarea. El sonido de sus picos golpeando el vidrio era sordo y repetitivo. Insistí, pero el motor del todoterreno no arrancaba, y el sudor comenzaba a resbalar por mi frente.
Miré por la ventana y algo más se movió en la penumbra: una sombra en el borde del bosque, tan negra como la noche que se avecinaba. No era un animal. Era… algo más. Se movía con una lentitud antinatural, como si no tuviera prisa, como si tuviera todo el tiempo del mundo. La luz moribunda no ayudaba a definir lo que estaba viendo, pero esa presencia, esa figura al borde del bosque, me dejó sin respiración.
Intenté de nuevo arrancar el motor. Nada.
Aún no sé por qué lo hice, pero abrí la puerta del vehículo y salí corriendo. Supongo que el pánico se apoderó de mí, pero no fue una buena idea. Empecé a notar picotazos y los golpes de aves impactando contra mí. Me cubrí la cabeza y la cara con las manos y los brazos, y en algún momento tropecé y caí al suelo con los graznidos colmando mis oídos.
Aguijones de insectos, picotazos, mordiscos de ardillas y ratas… tan reales como cualquier otra cosa. Me hice un ovillo en el suelo pensando que iba a morir.
Pero entonces, todo quedó en silencio.
Abrí los ojos.
Los animales estaban quietos, rodeándome, observándome. Poco a poco, abrieron paso a aquella figura. Su rostro era el de una mujer, probablemente el más bello que había visto nunca. Pero su cuerpo, oscuro y desnudo, medía el doble que cualquier hombre. Su piel era como la corteza de un árbol.
Se detuvo frente a mí. Pequeñas ramas formaban una corona sobre su cabeza.
—¿Por qué cortaste el roble? —su voz fue un susurro profundo, grave, como el viento entre las ramas más viejas del bosque. Cada palabra retumbó en mi pecho, como si proviniera de la misma tierra que la rodeaba.
Tragué saliva, con la garganta seca, el miedo corriéndome por las venas.
—No… no lo sé. No lo pensé, fue solo… un árbol… —mi voz sonó temblorosa, vacilante, y me di cuenta de lo ridículo que sonaba.
Sus ojos se entrecerraron y, de repente, la sensación de ser observado por el bosque entero se intensificó. Los animales permanecían en silencio, observando, esperando. Todo el mundo estaba en suspenso, aguardando lo que sucedería después.
—La naturaleza no olvida —dijo la figura.
Todo desapareció. Los animales, la criatura, incluso mis picotazos, mordiscos y picaduras. Me encontré pataleando, nervioso, en la soledad del bosque, como si todo hubiera sido solo una ilusión.
Pero yo lo sabía. Aquello era un aviso.
Me acerqué al roble caído, conteniendo las lágrimas, y puse mi mano temblorosa sobre el grueso tronco.
—Lo siento.