Ser médium puede ser una maldición. Hay quien cree que es un don, pero si no vas con cuidado, puede joderte la vida.

Hasta hace muy poco no sabía de mis capacidades. Aunque intuyo que es algo con lo que nací. De pequeño tenía un amigo imaginario. Se llamaba Tomás y era un niño de diez años muy travieso. Normalmente no ocurría nada raro, pero a veces las travesuras de Tomás iban demasiado lejos. Lo malo es que siempre me la acaba cargando yo. Obviamente nadie me creía.

Con el tiempo aprendí a ocultarlo, lo hice tan bien, que en algún momento hasta lo olvidé y no fue hasta aquel día que volví a conectar con aquella otra realidad.

Iba paseando al perro por el bosque, como hacía casi todos los días, pero ese día estaba especialmente inquieto. Aun así, decidí soltarlo, como siempre hacía, ya que era una zona de bosque donde rara vez veía a alguien.

Fue entonces cuando me pareció ver un animal voluminoso entre la espesura. Parecía un ciervo, pero sabía que en esos bosques no había ciervos. El animal, al darse cuenta de nuestra presencia, salió corriendo. Mi perro, por supuesto, salió tras él, y yo, preocupado, corrí tras ambos decidido a atarlo.

Los perdí de vista rápidamente. Grité el nombre de mi perro, pero no acudía. Solo el silencio del bosque y el crujir de las hojas secas bajo mis pies me acompañaban. Fue entonces cuando lo vi de nuevo: el ciervo. Esta vez más claramente. Tenía algo maravilloso y perturbador a partes iguales. Su mirada era demasiado fija, casi humana. Pensé que tal vez se había escapado de algún lado y decidí acercarme con cautela. 

Pero esta vez no huyó. En lugar de eso, caminó unos pasos y me miró, como si quisiera que lo siguiera. 

Y lo hice. A través de senderos y arbustos, adentrándome cada vez más en el bosque, hasta llegar a un claro que no recordaba haber visto antes.

En el centro, encontré un viejo columpio. Simple, con cuerdas desgastadas y un asiento de madera medio podrido. Parecía llevar décadas allí.

Una corriente de aire lo hizo mecerse débilmente. Me quedé observándolo, intentando entender qué hacía en medio del bosque, cuando me di cuenta de que el ciervo ya no estaba.

Oí un ruido tras de mi. La maleza se agitaba. Tragé mi saliva como si de una dura piedra se tratara. Poco después apareció mi perro y suspiré aliviado. 

Aquella noche tuve un sueño. En él, una niña pequeña estaba sentada en aquel columpio, mirándome con ojos grandes y tristes. Me pedía ayuda. “Empújame”, decía con voz suave al principio, pero su tono se volvía más insistente. “¡Más fuerte! ¡Más fuerte!”. De repente, comenzó a gritar, mirándome con ojos blancos, vacíos, mientras la voz se transformaba en un chillido desgarrador. 

Me desperté a media noche con el corazón acelerado y el grito aún resonando en mis oídos. 

No pude volver a dormirme. Por la mañana, mientras preparaba el desayuno, la televisión se encendió. No me había ni acercado al mando. Pensé que había sido una interferencia, pero al acercarme para apagarla, me detuve en seco. Estaban hablando de una niña desaparecida en mi localidad hacía diez años. Mi bol de fruta cayó al suelo cuando vi la foto en pantalla. Era la niña de mi sueño.

Algo dentro de mí sabía que debía volver al columpio. Así lo hice, revisando cada rincón del claro con más atención. Pero no había nada. Tenía demasiadas preguntas. ¿Por qué el ciervo me había llevado ahí? ¿Por qué había soñado con una niña que no había visto nunca y que relación tenía con ese lugar?

Justo cuando me iba a rendir, la vi otra vez. Estaba sentada en el columpio, como en el sueño. Su voz era clara, dulce y muy real.

—Empújame —me dijo.

Esta vez lo hice. Al principio con suavidad, y luego con más fuerza mientras ella reía, pidiendo más.

—¡Más fuerte, papá! —gritaba con alegría.

Seguí empujando hasta que, de repente, perdió el equilibrio. Cayó al suelo de mala manera y, con un crujido sordo, su cuerpo quedó inmóvil, y mi respiración se detuvo. Cuando me acerqué, quise tocarla, pero ya no estaba. Solo la tierra húmeda.

En ese momento, el ciervo apareció de nuevo. Me miró con ojos negros, nervioso y lanzó un bramido aterrador. Sus pezuñas golpeaban la tierra. Asustado quise salir corriendo, pero, me di cuenta, aquel animal no me estaba atacando. Comenzó a arañar la tierra con una de sus pezuñas con insistencia y supe que estaba tratando de decirme algo. 

Lo entendí. Ayudado con un palo que encontré, comencé a cavar. La tierra estaba húmeda, pero no tardé en encontrar algo. Eran restos. Los restos de la niña.

Llamé a la policía inmediatamente. Cuando llegaron, les conté lo que había encontrado y lo que sospechaba. Ellos confirmaron que la niña había sido reportada como desaparecida años atrás. Les conté que alguien —probablemente su padre— tras matarla por accidente en el columpio había ocultado su cuerpo en aquel mismo claro.

El problema vino cuando me preguntaron cómo sabía aquello y por qué hacía aquellas suposiciones tan precisas. La verdad no la creyeron, y así es como uno acaba encerrado por ser un médium bocazas.