Los gatos son una mascota pésima. Todos sabemos de su carácter individualista y egocéntrico. Es casi como tratar con otra persona. Quizá simplemente no sean una buena mascota porque son mucho más que eso.

Esta historia trata de un gato atigrado y delgado, de ojos rojizos y pelo despeinado, un gato que apareció frente a mi ventana sin razón aparente.

Era jueves; lo recuerdo porque era día de quimio. Llegué a casa hecho polvo, con ganas de rendirme. Por primera vez sentía que no podía más y me preguntaba si todo aquello tenía algún sentido.

Entré en mi habitación y me senté en la cama. Me pasé una mano temblorosa por el huesudo cráneo, por mis inexistentes cejas, y la frustración, la ira y el dolor se materializaron en forma de llanto espasmódico y descontrolado.

Fue en ese momento cuando lo vi, observándome desde el otro lado de la ventana. Su mirada felina era inquietante, como si un mundo entero se contuviera en aquellos ojos. Por un instante me sentí avergonzado, culpable por mostrarme tan derrotado frente a aquel animal. Pero solo era un gato, ¿no?

Me acerqué con cautela, pensando que saldría huyendo como cualquier otro gato callejero. Pero no lo hizo. Permaneció inmóvil, con esos ojos rojizos clavados en mí. Al abrir la ventana, ni corrió ni retrocedió. En su lugar, inclinó ligeramente la cabeza, como si me evaluara.

—Hoy no tengo fuerzas para esto —murmuré.

Pero algo en su presencia me impidió ignorarlo. Me senté en el borde de la cama, y el gato, sin invitación, saltó dentro. Su movimiento era fluido, casi hipnótico. Se acomodó junto a mis pies, mirándome de nuevo, como si esperara algo de mí.

Le tendí la mano, y se restregó primero el hocico y luego todo el cuerpo, mientras empezaba a emitir un ronroneo profundo, grave y vibrante.

Se subió sobre mis muslos y me miró, reclamando más cariño. Entonces empecé a notar algo extraño. Mi dolor, mis náuseas, mi cuerpo agotado… todo se diluía entre el suave ronroneo de aquella criatura.

—¿Qué eres? —le susurré, y por un instante me pareció que sus ojos brillaron aún más.

No era un gato normal. Lo supe en aquel momento. No sabía si era ángel o demonio, o quizás ambas cosas, pero entendí que no era de este mundo. Su presencia era pesada, casi abrumadora, y al mismo tiempo reconfortante. Mientras lo acariciaba, sentí un calor que me envolvía por completo, como si su ronroneo alcanzara algo profundo en mi interior.

—¿Qué quieres de mí? —pregunté con un nudo en la garganta.

El gato me observó con una calma que parecía esconder una inteligencia cósmica. El ronroneo se detuvo, y en el silencio que siguió, escuché una voz grave y sosegada resonar dentro de mi cabeza:

«Soy el camino».

Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo.

—¿Qué camino? —susurré, aunque no estaba seguro de querer escuchar la respuesta.

«A ti mismo», dijo la voz, mientras el gato me miraba con esos ojos rojizos que parecían arder con una verdad inapelable. El mundo alrededor comenzó a desdibujarse, como si la habitación entera se disolviera en sombras. El gato saltó de mis piernas y caminó hacia la ventana abierta, deteniéndose justo en el borde. Miró hacia atrás una última vez, como esperando que lo siguiera.

Me levanté, sin saber cómo ni por qué, y fui tras él. En cuanto atravesé el marco de la ventana, el mundo se dio la vuelta. Estaba de nuevo en mi habitación, pero todo tenía un aspecto gris y deprimente, como si un velo de verdad hubiera caído sobre ella. Lo más perturbador era que, en la cama, allí tendido, estaba yo. Quizá dormido, quizá muerto. Una sombra oscura se extendía por mi torso desnudo, palpitando, latiendo, devorándome. Como si un parásito hecho de penumbra hubiera echado raíces dentro de mi pecho.

El gato saltó a los pies de la cama y se lamió el lomo con indiferencia.

—¿Qué es esto? ¿Qué se supone que debo hacer? —le grité.

«Hoy decides el camino», oí de nuevo en mi cabeza.

El gato hizo un leve movimiento señalando la mesita, y entonces vi que sobre ella había un cuchillo.

Aquella sombra, aquellas raíces diabólicas, empezaron a extenderse por todo el cuerpo y más allá de él, proyectándose en la pared con los rasgos de una bestia.

Aterrado, corrí hacia el cuchillo y lo agarré, sin saber muy bien qué hacer con él.

Entonces empezó lo peor. Aquella versión sombría y consumida de mí mismo empezó a gritar de pura agonía. Se incorporó en la cama, me miró a los ojos y habló:

—Hazlo, hazlo ya. ¡No puedo más! —gritó, retorciéndose de dolor.

Miré el cuchillo aferrado en mi mano. Me estaba pidiendo que lo matara, no cabía duda.

Aquella sombra oscura, recortada en la pared, parecía sonreír ante nuestra agonía.

—¡Hazlo, por favor! —me suplicaba entre llantos.

Tomé una decisión. Me lancé a la carrera y, con todas mis fuerzas, hundí el cuchillo en la pared, en el centro de aquella sombra. Pude oír el alarido agónico de la bestia mientras todo se desvanecía a mi alrededor.

Entonces desperté. Estaba empapado en sudor, en mi cama, pero no había gato ni sombra… Todo parecía haber sido una pesadilla… o tal vez un mensaje del universo para que decidiera: luchar o rendirme ante el cáncer.

Pero entonces lo vi: un testigo mudo, a dos palmos de mi cabeza.

El cuchillo, clavado en la pared.