Mi padre era una bestia violenta.
Apenas recuerdo sus palabras, pero sí sus golpes.
De niño aprendí a medir el peligro en la forma en que respiraba al entrar en casa. Podía sentir cuándo habría palizas y cuándo un frío silencio, que a veces era incluso peor.
Mi madre no ayudaba. Lo justificaba; decía que era su forma de ser, que había sufrido mucho, pero que nos quería a su manera. Durante años, la creí.
Cuando él murió, yo ya era un adulto. No lloré ni una lágrima por aquel monstruo.
De algún modo, su ausencia me dio permiso para olvidar.
O Lo intenté.

Pasó el tiempo y formé mi propia familia. Tuve dos hijos preciosos con Julia. Me había prometido que jamás les pondría la mano encima, que ni siquiera les gritaría.
Y lo cumplí.
Hasta aquella noche.
No sé qué fue lo que encendió la chispa. Un llanto. Un vaso roto. Un mal día. Solo sé que mi cuerpo se tensó, mis puños se apretaron y sentí el agarre de mi mujer en el brazo, intentando detenerme.
No era consciente de que me estaba moviendo hacia ellos hasta que me vi reflejado en la ventana de la habitación.
Aquella mirada, aquellas fauces apretadas… no eran mías. Era una despiadada herencia, la bestia que se había introducido a golpes hasta lo más profundo de mi ser.
El fuego en mi pecho era el eco de cada golpe recibido, listo para devolverle al mundo todo el odio que me tragué de niño. No podía controlar lo que sentía… no podía salvarme, pero podía salvarlos a ellos.
Me alejé, salí por la puerta, sin chaqueta, sin llaves… y me adentré en el bosque. La oscuridad me engulló, pero no había nada más negro que lo que cargaba en mi interior. Rugí de ira y golpeé el tronco más grueso que encontré. El dolor estalló como un relámpago cargado de recuerdos, y lo hice de nuevo. Y otra vez. Y otra. Grité acompañando cada sacudida, mientras mis nudillos se destrozaban contra la áspera corteza.
No era por mis hijos, ni siquiera por él. Era por mí y por la sombra que me dominaba.
Estallé en llanto y mis piernas cedieron, doblegadas por el peso de mi corazón. Me senté, apoyando la espalda en aquel gran árbol, y dejé que las lágrimas corrieran por mi rostro.
Cerré los ojos y en algún momento, presa del descargo emocional, me dormí.
Al despertar, no había bosque. No recordaba cómo había llegado, pero estaba sentado en el suelo de la habitación. Deseé que todo hubiera sido una pesadilla, pero al mirar las manos encontré los restos de sangre seca y mis nudillos abiertos. Me levanté dolorido y bajé las escaleras en silencio. Entonces lo oí, golpes de vajilla y el crepitar de una sartén. Abrí la puerta de la cocina y mi familia me esperaba con una sonrisa. Julia cocinaba y los niños reían sentados a la mesa.
Suspiré aliviado, aunque supe que jamás mataría a la bestia que me habitaba. Solo podía aprender a tenerla encadenada.
Por el bien de quienes amaba. Por el bien de quien quería ser.