El problema era mi suegra.
No el hecho de tener una, sino que siguiera apareciendo por casa tres años después de muerta.

Al principio pensé que era el duelo. Que ver su silueta junto a la ventana, con la misma bata de flores que usaba para ir al mercado, era solo mi memoria haciéndose la interesante.

Pero cuando mi hijo menor le dio un juguete en silencio, supe que aquello no estaba solo en mi cabeza.

Intenté explicárselo a mi mujer. Me miró como si yo fuera un niño que confunde los sueños con la realidad.

—Te estás obsesionando otra vez —me dijo—. No está aquí. Mi madre está muerta. La enterramos juntos.

Pero yo seguía pegado a ese olor a lavanda, como cuando ella se frotaba las manos con colonia antes de tocar a los niños. Me fijé: las plantas volvían a florecer en el jardín donde antes solo había tierra seca, y la radio… la radio sintonizaba sola canciones flamencas.

Un día, al llegar del trabajo, la vi. Estaba sentada en su sillón, tejiendo. Me acerqué con cautela. El ritmo de las agujas, el leve temblor de sus dedos… era ella. La misma mirada inquisitiva. La misma pausa para mojar el hilo con la lengua.

—¿Qué quieres de nosotros? —le susurré.

Ella levantó la vista. Sonrió.

—Yo vivo aquí, cariño. Lo sabes, ¿verdad?

No supe qué decirle. Me quedé mirándola. Apretando los puños. Temblando.

Recordé el hoyo. Las manos embarradas. El jadeo de mi mujer mientras empujábamos su grueso cuerpo. La lluvia. El silencio. Y cómo, al terminar, ella me abrazó temblando, sin decir una palabra. Como si aquello fuera amor.

—No puede ser —murmuré—. Estás muerta. Te enterramos. Yo… yo mismo…

Ella soltó una risita suave, casi infantil. Volvió a tejer.

—¿Y tú de verdad creíste que con un poco de tierra era suficiente?

Las agujas seguían su ritmo. La lana caía como un hilo de sangre en el suelo.

Fui hacia la cocina, tambaleándome. Abrí el cajón donde antes guardábamos el cuchillo de trinchar. Vacío.

Volví corriendo al salón. La radio sonaba.

La voz de Rocío Jurado llenaba la estancia. El olor a lavanda en el aire.

Y en el sillón, solo el ovillo.

Ni rastro de ella.

—¿Dónde estás? —grité—. ¿Qué quieres?

La puerta de entrada se abrió de golpe. Era mi mujer. Traía tierra en los zapatos, el cuchillo ensangrentado en su mano y la mirada perdida.

—Tenías razón—dijo, sin más—. Está en el jardín. Habrá que cavar un hoyo más hondo.

Se tiró en el sofá resoplando. Y yo me encaminé a buscar una pala, esperando que fuera la última vez.